Después de una semana intensa y agotadora de trabajo, sentía la necesidad de buscar mi refugio, mi antídoto contra el estrés: la pesca.
La noche anterior apenas había conciliado el sueño, pero eso no me importaba; sabía que al amanecer me esperaba el mar y un objetivo claro en mi mente: el dentón.
Me levanté muy temprano y, tras prepararme con calma, a las siete y media ya estaba en el agua, listo para empezar mis esperas. Dejé pasar algunas piezas que en otras circunstancias habría intentado pescar, pero esa mañana tenía la mirada fija en un solo premio.
Pasada media hora, mientras me mantenía a poca profundidad, la paciencia y el sigilo empezaron a dar sus frutos. Sentí el nerviosismo del pescado en el entorno y, de pronto, lo vi: un precioso dentón apareció por mi izquierda, rápido y pegado a las rocas. Apunté con el fusil, pero giró bruscamente alejándose de mí. No moví ni un músculo. Emití unos leves ruidos guturales y, como si hubiera mordido el anzuelo de la curiosidad, el pez regresó. Esta vez giró antes y estuve tentado de arriesgar un disparo lejano, pero preferí esperar.
El corazón me latía con fuerza. Continué inmóvil, apenas respirando, insistiendo con pequeños ruidos hasta que el dentón volvió de frente, decidido. Era el momento: lo dejé acercarse, aguardé el giro perfecto y entonces disparé. El impacto fue certero. En el fondo quedó el trofeo de mi paciencia: un magnífico dentón de 4,5 kilos que ya tenía en mis manos.
Tras esa captura memorable, permanecí aún dos horas en el agua. La recompensa no tardó en llegar: una lubina completó la jornada. Satisfecho, cansado y a la vez profundamente relajado, decidí volver a casa. Regresé con el cuerpo agotado, pero con la mente despejada y en paz, como solo el mar y la pesca saben regalarme.